El Real Colegio
de Artillería no siempre fue sinónimo de distinción y tuvo sus períodos
oscuros entre 1850 y 1890. Federico Puig Romero vivió una de las mejores etapas
del colegio, precisamente el de su reapertura en 1830, cuando ser artillero
tenía una aureola romántica y caballeresca propia de los mosqueteros, cuyo
lema, Todos para uno y uno para todos,
perteneciente al Real Colegio desde tiempos de su fundación, destaca ese afán
corporativista tan presente entre sus integrantes. Destaco como curiosidad que
algunos de los castigos por entonces consistían en comer sin mantel, quedarse
sin postre o no poder portar la pluma blanca en el sombrero, en tanto que los
premios podían ser recibir libros o medallas como recompensa a la aplicación.
Una norma
fundamental para los artilleros era regirse por principios de honor. Debían ser
nobles, valerosos, científicos y guerreros, sin dejar de ser caballeros, por lo
que no es de extrañar que entre sus asignaturas figurara la esgrima y el baile,
suprimido este a partir de 1856, cuando Isabel II comienza a visitar este
establecimiento con relativa asiduidad, al hallarse próximo a su lugar de
veraneo, el palacio de La Granja de San Ildefonso. En este período comienza a
borrarse en el expediente de Federico Puig Romero lo que le vincula al colegio
de artillería. Las visitas de la reina se repiten hasta 1861. Coincide esta
etapa con que el colegio alcance un gran descrédito, y siendo director de
artillería el general Serrano se manda real orden en octubre de 1858, ordenando
que
proponga con urgencia las reformas que crea útiles y convenientes a fin
de que desaparezcan las prevenciones que en la opinión pública existen contra
el Colegio. En 1864, ya camino de la
revolución, se produce un conflicto artillero propiciado por el general
Córdova, que dos años más tarde tuvo como consecuencia la sublevación de los
sargentos de artillería en el cuartel de San Gil donde fue asesinado Federico
Puig Romero.
Alfonso XII
protegió especialmente el cuerpo de artillería al que había pertenecido su
supuesto padre durante su corto reinado, durante el cual fue el principal
impulsor de la reconstrucción del desolado alcázar de Segovia desde el incendio
de 6 de marzo de 1862 que requirió el traslado del colegio a su actual
ubicación, donde Alfonso realizó varias visitas y fue muy querido y respetado
por el cuerpo. Todo lo contrario a su heredero Alfonso XIII, durante cuyo
reinado se produjeron varios conflictos con el cuerpo de artillería, al que pretendía
amalgamar con el resto de armas, quizá para enterrar un pasado que su padre
Alfonso XII intentaba resarcir. En 1928, durante la dictadura de Primo de
Rivera, se decide que los artilleros dejen de ser ingenieros industriales para
ser solamente militares. Dos años antes había surgido un conflicto con los
artilleros, que se sentían burlados, engañados y atacados injustamente por
Alfonso XIII, como expresan en un diario extranjero titulado Hojas libres. El resultado fue que se
cerró la academia de artillería por el dictador, y ante la oposición de los
artilleros se les quita el empleo y se declara estado de guerra en toda España.
Naufragaba ya la monarquía y todos los secretos que conviniera esconder
relacionados con la artillería poco importaban ya para mantener un régimen en
que el pueblo no quería, como demostró en las urnas en abril de 1931 al surgir
la segunda república.
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