Que
el trabajo dignifica al hombre parece ser algo que poco o nada tiene que ver
con la nobleza española, al menos en siglos pasados, cuando se denominaba oficios
viles o mecánicos a todos aquellos que entraban en la categoría de artesanales
o manuales. Estos correspondía ejecutarlos a la plebe, que en ningún modo podía
mezclarse con la nobleza, dedicada a menesteres tales como el ejercicio de las
armas y el mantenimiento del honor, así como a vivir de las rentas feudales.
Estaba entonces muy mal visto ganarse la vida trabajando. Los militares,
asociados por entonces a la nobleza, eran dentro de esta categoría los que
tenían condiciones más duras, e igualmente algunos sectores del clero que se ocupaban
en trabajos sin fines productivos, guiados por su ascetismo.
En
esa línea de que el trabajo era para los nobles algo indigno, vendría bien
incluir aquí la nota humorística con el refrán Antes caer bajo que buscar un trabajo, que se aplicaba el marqués
de la Cañahueca, personaje de mi novela Manual del buen truhán (la tilde es adrede), y no iba
descaminado en que esto lo dijera alguien con título nobiliario, aunque solo se
tratara de su nombre de guerra. Dejando las bromas aparte, en la documentación
que he ido recopilando a lo largo de mis investigaciones, he hallado numerosas
pruebas que van en la línea de considerar de gran dignidad y nobleza no dar
golpe, y de mucha vileza los trabajos que requieren esfuerzo.
Informe de limpieza de sangre de Gertrudis Romero en 1802. |
La
primera pista la hallé en el informe de limpieza de sangre de mi antepasada
Gertrudis Romero en los trámites iniciados en 1802, cuando solicita licencia
para casarse con ella Vicente Puig, militar perteneciente a los Reales
Ejércitos. Por aquel entonces, para que un oficial pudiera acceder a los
beneficios del Montepío Militar y optar a pensión su viuda y huérfanos en caso
de fallecimiento, se exigía que las contrayentes pertenecieran a la nobleza o
fueran hijas de militares. Si no era este el caso, se requería un exhaustivo
informe de limpieza de sangre que debía solicitar el padre de la novia, y en el
que debía acreditarse que tanto los padres, como varias generaciones más de sus
antepasados, ejercían oficios que no eran viles, y que además ‹‹eran reputados
cristianos viejos, limpios de toda mala raza, como son judíos, moros o recién
convertidos a nuestra santa fe católica››.
Del informe de limpieza de sangre de Gertrudis Romero. |
Inicia
los trámites en Salamanca Benito Piñeyro Romero, suprimiéndose más adelante a
Gertrudis el primer apellido paterno, quizá para intentar desligarla de
posibles cuestionamientos acerca de la naturaleza mecánica del oficio de su
padre, algo que se discute en el expediente, después de haber superado los
requisitos de limpieza de sangre en sus antepasados. Se plantea la duda de que el
oficio de Sacristán Mayor de don Benito se tiene en Salamaca por mecánico. En
su empeño por lograr la ansiada licencia, alega Vicente que ‹‹ese obstáculo se
desvanece por la Real orden de 18 de marzo de 1783, por la que no tan solo
declara S.M. por honestos y honrados los oficios de curtidor, herrero, sastre,
zapatero, carpintero y otros, sino que tampoco han de perjudicar para el goce y
prerrogativas de la Hidalguía a los que la tuviesen, aunque los ejercieses por
sus mismas personas…››.
Carlos III. |
Tal
real orden cambiando la rancia legislación fue emitida por Carlos III, quién
sabe si inspirado en las tendencias viles que manifestaban sus reales vástagos
Carlos y Antonio Pascual. El primero de ellos reinaría en 1788 como Carlos IV hasta ser destronado en 1808 por
su infausto heredero Fernando. Tanto Carlos IV como su hermano el infante
Antonio Pascual eran muy dados a las manualidades. Se dice que Carlos IV era un
excelente relojero, y su hermano Antonio Pascual se entretenía en realizar bordados y tapices, amén de trabajos de
carpintería y cerrajería. Derogada la vileza de estas actividades por su resignado padre,
dejaron de ser mal vistos estos oficios desempeñados con esmero por los
integrantes de la familia real que ocupaban sus abundantes horas muertas en estas
ocupaciones.
Carlos IV. |
Con
todo ello, tres años después de esta real orden, todavía quedan reminiscencias en
los documentos que he estudiado de los hermanos Guillelmi Andrada y Vandervilde (Jorge
Juan, Juan y Antonio), solicitando su ingreso en la Orden de Caballeros de
Santiago. Superar esta prueba requería acreditar nobleza desde al menos 1507.
En el interminable expediente, con árboles genealógicos completos y elaborados testimonios, recojo uno de ellos, acreditando el merecimiento y categoría de
alta nobleza, cuando asegura que ‹‹son cristianos viejos y que nadie se ha
dedicado a mercader, cambiador ni oficio mecánico, y se han mantenido por el
contrario con el esplendor correspondiente a sus rentas y sueldos››. A esta
fehaciente prueba de nobleza añade, para incidir más en la categoría del
pretendiente, que ‹‹este acostumbra mantener y andar a caballo››, lo cual nos
da idea del status que esto confería entonces. Dice además que ‹‹ni él ni su familia han sido castigados por
el tribunal de la inquisición pública ni secretamente››.
Retrato de Jorge Juan Guillelmi, debajo del del conde de Gazola, en el Museo del Colegio de Artillería de Segovia.
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Pruebas para los aspirantes a ingresar a la orden de Caballeros de Santiago, solicitadas en 1786 por los tres hermanos Guillelmi Andrada Vandervilde Jorge Juan, Juan y Antonio.
Cambiando
el caballo por un modelo de automóvil de alto standing, quizá adquirirían por
derecho propio el título de Caballeros de Santiago bastantes integrantes de
nuestra esfera política, al menos en lo tocante a no ejercer ningún trabajo de
esfuerzo y tener derecho a dignidades y plebendas impensables para el pueblo
llano entregado a su vil mano de obra…
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